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El buen estafador

Macario Schettino | @macariomx

El buen estafador debe ser simpático, encantador, carismático. Quien tiene una personalidad pesada no tiene futuro alguno en la estafa. Por el contrario, el buen estafador es aquél que nadie espera, el que cautiva y seduce, es quien, después, siempre da lugar a la pregunta: pero ¿cómo?, si parecía tan bien intencionado.

El buen estafador es el que puede mentir sin pestañear. No basta esconder parte de la información, o distorsionarla. No, es necesario mentir, sin escrúpulos, pero sin gesto alguno. Un gran estafador incluso logra que haya quien califique sus actos de genialidad de comunicación. Cuando no hay guía ética o moral, cuando el único objetivo es la estafa, el discurso se vuelve simple. No tiene que haber un ápice de verdad en lo que se dice, no hay necesidad de coherencia lógica, no importa siquiera si unos minutos antes se había dicho lo contrario. Basta mantener la sonrisa encantadora cuando se insulta y desprecia al otro, cuando se miente, cuando se inventan cifras.

El buen estafador sabe controlar su entorno. No se acerca a quienes pueden desenmascararlo, ni los menciona. Hace uso de quienes le sirven, sean amigos o adversarios, y los desecha cuando la estafa así lo requiere. Nunca se enfrenta o discute, no argumenta. Le basta con emitir juicios simples: palmadas para los colaboradores, desprecio para los demás. El buen estafador mantiene siempre porosa la frontera entre esos grupos. Cualquiera puede pasar de amigo a adversario, o viceversa, conforme sea necesario. Por lo mismo, no mantiene relaciones afectivas con nadie, aunque las finge con facilidad.

El buen estafador también controla su espacio. No asiste a lugares en los que alguien pueda evidenciarlo. Nada más visita a quienes considera amigos (por el momento), y se asegura de que no haya una conversación pública que pueda evidenciar su estafa. Tampoco acepta invitaciones a lugares en los que no sea el centro de atracción, porque su carisma no debe empañarse con alguna comparación desafortunada.

El buen estafador sabe cultivar a sus víctimas, procurarlas, atenderlas. Dedica tiempo a conocerlas bien, y sabe qué cuentos debe contarles, qué regalos ofrecerles, de qué chistes se ríen y con qué argumentos puede lograr que se enojen con algún adversario. Sabe que debe mantener contacto con sus víctimas todos los días, para evitar que puedan darse cuenta de la estafa que se les ha preparado.

El buen estafador sabe que debe acostumbrar a sus víctimas a la relación desigual, que deben volverse dependientes de él. Tienen que necesitarlo, porque de otra manera algún otro estafador puede robarle el auditorio. La dependencia la construye con esmero, administrando adecuadamente premios y castigos, pero especialmente dirigidos a quienes sabe débiles, y cuyas debilidades conoce bien, porque las ha estudiado. El buen estafador no es un improvisado.

El buen estafador sabe administrar los tiempos. Aunque no sea infalible en ello, sabe cuándo debe presionar a sus víctimas y cuándo puede dejarlas un poco sueltas. Sabe también administrar sus recursos. Logra fingir pobreza o riqueza según se requiera, puede incluso parecer cuidadoso y ahorrativo el tiempo necesario para que, cuando las víctimas se den cuenta, la estafa ya sea inminente, irremediable.

El buen estafador no tiene empatía, al contrario: se considera mejor que el resto, ha desarrollado un profundo amor por sí mismo conforme construía su desprecio por los demás. Gracias a ello, no tiene empacho en dejar morir a sus víctimas, traicionar a sus amigos, asociarse con delincuentes o destruir familias, grupos, instituciones.

Para ser un buen estafador, es imprescindible estar convencido de que, después, vendrá el diluvio.

Este artículo se publicó originalmente en El Financiero, se reproduce con la autorización del autor.

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