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Causas de largo plazo

Macario Schettino | @macariomx

El camino de México a la democracia no ha sido directo, ni sencillo. Se celebra, con razón, la reforma política de 1977, que abrió el espacio a la izquierda y amplió el que ya tenía la derecha. Fue una reforma obligada por las circunstancias, pero consideró el momento global y el contexto interno.

Desafortunadamente, le siguió una reforma regresiva, en 1986, promovida por el entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, que es tal vez la principal causa de las fallidas elecciones de 1988. Se intentó devolver al PRI un espacio que ya no tenía, y el resultado fue el principio del fin.

Vinieron después dos avances: uno moderado, en 1990, y un gran salto, en 1996. Se trata de la creación del IFE, primero, y la ciudadanización, después. Con autoridades electorales ciudadanas, el PRI dejó de ser mayoría absoluta, y la Cámara de Diputados de 1997 reflejó un México mucho más plural. Ya entonces había un PRI echeverrista (PRD), uno salinista (PRI) y la versión más liberal del PAN. Los conservadores más duros ya se habían ido de este partido, y varios ya habían llegado al PRD.

Después de la elección de 2006, el berrinche de López Obrador llevó a un nuevo retroceso. La reforma de 2007 trajo consigo, nuevamente, restricciones y limitantes. Ya no apertura, liberalización y competencia, sino vigilancia excesiva, que además resultó inaplicable. En esencia, seguimos bajo la lógica de aquella reforma, que no busca que se expresen las opiniones y se compita en las calles, sino que se controle lo más posible.

Pero ahora los promotores de aquella reforma están en el poder. O más claramente, el mayor promotor de ella. El mismo López Obrador que se quejó de intervenciones de Vicente Fox desde la Presidencia, es el que lleva ya cinco años insultando y denigrando a todos sus adversarios. Nada de lo que hizo Fox se acerca a lo que hoy hace López, pero ahora resulta que “la ley no es la ley”. Como lo único que hace AMLO es hablar, no puede aceptar que lo callen. Y como él es el gran elector para 2024, no puede dejar suelto el proceso.

Como ya hemos comentado, todo cambió para él en 2021, cuando perdió la elección intermedia. Supo esa misma noche que no podría cambiar la Constitución (aunque haya hecho la farsa de enviar tres reformas constitucionales) y, por lo tanto, no podría reelegirse. Lanzó de inmediato a Claudia como sucesora, y se dedicó de tiempo completo a destruir a Ebrard. Alrededor de las elecciones de este año, quiso sembrar la idea de que 2024 estaba ya resuelto, y para ello abrió el proceso sucesorio dos días después. Violaba la ley con ello, pero ya lo conoce usted.

Esa decisión obligó a la oposición a adelantar sus decisiones. Hacerlo implicaba también violar (al menos en espíritu) la ley, pero no hacerlo significaba dejar el campo libre a López Obrador y su insistencia en que el arroz ya estaba cocido. La mayor calidad del capital humano de la oposición se nota en la diferencia entre ambos procesos. El de Morena busca llenar un puesto inexistente, y consiste en eventos multitudinarios y propaganda abrumadora. La oposición constituyó un frente (legal), cuya coordinación recaerá en la persona con más apoyo, expresado en firmas, encuestas y, finalmente, votos electrónicos. Parece, pero no es igual.

Ambos procesos, sin embargo, violan el espíritu de la ley, y en eso tenía razón la magistrada Otálora, que propuso cancelarlos. Desafortunadamente, hacerlo en esta semana ya era imposible. Ya cambió por completo el panorama, y los efectos de la cancelación serían inútiles, y además impugnables en 2024. Por eso es preferible contar con leyes que promuevan la competencia, y no ceder ante los chantajes de autócratas, como ocurrió en 2007. Mientras, hay que arrear con lo que hay.

Este artículo se publicó originalmente en El Financiero, se reproduce con la autorización del autor.

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