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Política de principios

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Teoría y realidad

Juan José Rodríguez Prats | @RodriguezPrats

Los que os hacen creer en cosas absurdas pueden haceros cometer atrocidades.

Voltaire

El demócrata cristiano Patricio Aylwin, primer presidente de Chile después de la dictadura de Pinochet, enunció tres principios que orientarían su gobierno: “Toda la verdad que aflore, toda la justicia que sea posible y hagamos un esfuerzo de reconciliación”. A su vez, los partidos políticos asumieron cuatro directrices: “En la contienda política enfrente tienen un adversario con el que debes celebrar acuerdos, no un enemigo que tengas que exterminar; no todo debe ser partidizado, evitando la polarización; deslindemos la economía y la política; y siempre debe prevalecer el interés nacional”.

Con estos compromisos, Chile dio un gran ejemplo de congruencia y retornó a la vida democrática y al Estado de derecho. De estos eventos, hoy México tiene mucho que aprender.

Estados Unidos es una nación que nos provoca sentimientos encontrados de repudio y admiración. Lo cierto es que no se les puede negar que son una gran nación. Su historia arranca con dos, llamémosles, reflexiones. La primera es el párrafo inicial de su Declaración de Independencia: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador con ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Nótese que no concede el derecho a la felicidad, por tratarse de una cuestión que incumbe a la persona, sino a ofrecer las óptimas condiciones para su persecución. En otras palabras, genera bien común.

La introducción del texto constitucional señala en su primer párrafo: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una unión más perfecta, establecer justicia, afirmar la tranquilidad interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la libertad, estatuimos y sancionamos esta Constitución para los Estados Unidos de América”.

Con estos fines crearon un sistema jurídico político al que hoy concurren millones de seres humanos para escapar de las trágicas condiciones de sus pueblos de origen.

Chile, con su última alternancia, intentó darse una nueva constitución para sustituir a la heredada de Pinochet y con más de 20 sustanciales reformas hechas por los gobiernos posteriores. Aunque la ciudadanía aprobó la propuesta, el documento emanado de una asamblea constituyente fue rechazado por una sencilla razón: dividía a la comunidad en lugar de darle más cohesión.

De la teoría política y de mi experiencia personal he aprendido que no existe una ingeniería social general que resuelva nuestros problemas, eso que llaman pomposamente “proyecto nacional”. Sí creo en políticas públicas concretas y con soluciones prácticas a problemas específicos. En otras palabras, la realidad nos ha enseñado que la planeación centralizada y un Estado avasallante son un rotundo fracaso. Hoy es inviable el retorno a esquemas ya superados globalmente.

Los grandes pensadores que explican el nacimiento del Estado como consecuencia de un implícito contrato social hablan de que, a cambio de sacrificar parte de su libertad, emerge una autoridad que garantiza seguridad e impartición de justicia.

Ahí está el primer deber del Estado mexicano. La seguridad está resquebrajada y la administración de justicia prácticamente no existe. Si ahí no mejoramos, fracasaremos en todo lo demás.

Me parece que las grandes consultas y eventos para recabar propuestas son más parte del espectáculo que de la eficacia para gobernar. México exige una política seria, lo cual se traduce en que sea “real, verdadera y sincera, sin engaño o burla, doblez o disimulo”.

Este artículo se publicó originalmente en Excélsior, se reproduce con la autorización del autor.

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