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Fundamentalismo

Macario Schettino | @macariomx

Un elemento indispensable para la existencia de un sistema totalitario es el fundamentalismo. Aunque es el líder quien se lleva los reflectores, su posición sería insostenible sin los grupos fundamentalistas que instrumentan las decisiones del líder, reducen o eliminan a los opositores y amenazan a la población.

Pensaba lo anterior leyendo ayer el artículo de Ezra Shabot, en el que pone en blanco y negro esa relación entre un irresponsable, como lo es Netanyahu, y los grupos de extremistas religiosos judíos, que debilitaron la posición de Israel frente a la amenaza permanente de Irán, que es a su vez una mancuerna de líderes autoritarios y grupos extremistas como Hamás y Hizbulah.

De la misma forma, Putin ha logrado llevar a Rusia hacia su destrucción debido al apoyo de grupos fundamentalistas nacionalistas, incluyendo a la Iglesia ortodoxa rusa. Es entre ellos donde la idea de la recuperación del imperio es creíble, aunque sea imposible.

Hacia atrás, creo que la importancia del fundamentalismo en las grandes olas totalitarias que ha enfrentado el liberalismo resulta evidente: en las guerras religiosas de la Reforma, en el ascenso del Romanticismo y la Revolución de la guillotina, y claramente en la dictadura del proletariado y el Reich de la raza superior. Nos acordamos de Lutero e Ignacio, de Robespierre, de Lenin o Mussolini, pero dejamos de lado a los grupos, muchas veces anónimos, que fueron determinantes en la aplicación de la violencia que esos líderes necesitaban para impulsar sus utopías, es decir, para mantener subordinada a la población. Sin esos descamisados, camisas negras o pardas, el impacto de los totalitarios no hubiera existido.

El fundamentalismo exige la suspensión de todo tipo de juicio. Consiste en la aceptación del pensamiento único, su transformación en devoción, y su consiguiente expansión por todos los medios. Tal vez por ello termina siendo muy cercano a la religión, y en ocasiones indiferenciable de ella. Las peores versiones están efectivamente asociadas a lo trascendental: algún dios, clase o raza. Las menos malas, a lo terrenal: la naturaleza o la nación, ambas comunidades imaginarias, pero no trascendentes. El ánimo de matar o morir por esas ideas es menor, pero no inexistente.

En la ola actual confluyen ideas antiguas y recientes. Las antiguas son las mismas: la disputa religiosa, la autenticidad o el artificio, la clase social o la superioridad de la raza (éstas, afortunadamente, muy atenuadas). A ellas se suma ahora el fundamentalismo del agravio, que es la base principal de los conflictos en las democracias occidentales. Se han convencido diversos grupos de que se les debe. La sociedad debe compensarlos porque han sufrido, sea por su color de piel, por su género u orientación sexual, por su educación limitada, o simplemente porque la historia que asumen como propia tuvo momentos de colonización que, dicen, no han podido superar.

Es a estos grupos a los que los ambiciosos de poder han estado procurando en los últimos 15 años, a partir de la Gran Recesión, y han logrado que algunos se conviertan en fundamentalistas, sobre los cuales es posible cimentar el totalitarismo. Son las “bases sociales” de Trump o López Obrador.

En suma, el liberalismo, que no es sino democracia, mercado y ciencia, está amenazado por fundamentalismos antiguos, concentrados en países desde los cuales se ataca a Occidente, pero también por los fundamentalísimos de nuevo cuño, que amenazan desde dentro del mismo Occidente. Es la simplificación mental propia del fundamentalismo lo que produce las conexiones entre lo viejo y lo nuevo: estudiantes de universidades de élite (Harvard) defendiendo el terrorismo propio del siglo 16, criminal despropósito en el que los acompañan quienes se sienten agraviados por su deficiente educación (Morena), que resienten profundamente.

Entramos en la etapa más peligrosa de esta nueva ola. Serenidad y paciencia.

Este artículo se publicó originalmente en El Financiero, se reproduce con la autorización del autor.

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