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Hasta 70 robos diarios de unidades de carga se registran en México: cifra que retrata el nivel de abandono, impunidad y descomposición que domina las carreteras del país

En las carreteras del país se vive una crisis que el Gobierno insiste en maquillar, pero que los transportistas enfrentan con la crudeza de quien arriesga la vida para trabajar. Hasta 70 robos diarios de unidades y mercancías se registran en México, una cifra que retrata con precisión quirúrgica el nivel de abandono, impunidad y descomposición que domina las rutas nacionales. Y por si los asaltos no bastaran, a esta tragedia se suman las extorsiones descaradas de policías estatales y municipales, que operan como grupos criminales con uniforme oficial.

David Estévez, presidente de la ANTAC, lo dice sin adornos: antes, en los tiempos que el gobierno actual llama “neoliberales”, había siete u ocho robos al día. En el sexenio pasado, 35. Hoy, entre 54 y 70. El país no solo no mejoró: se desplomó. La realidad contradice de forma brutal el discurso triunfalista de pacificación. El botín ahora no es solo la carga, sino también la dignidad de los conductores que, además de enfrentar criminales, deben negociar con policías que ven en ellos una fuente de ingresos.

La Guardia Nacional, creada con bombos y platillos, terminó convertida en un aparato debilitado y rebasado. Estados que antes tenían mil elementos para vigilar caminos hoy apenas alcanzan 350. La vigilancia federal —esa que debería proteger el transporte nacional y el comercio internacional— quedó reducida a imagen sin sustancia. No sorprende que organismos de Estados Unidos, en plena renegociación del T-MEC, exijan a México garantías reales para el transporte de mercancías. El mundo entero lo nota, menos quienes deberían resolverlo.

Puebla, Jalisco, Michoacán, Guanajuato, Estado de México… el mapa es extenso y doloroso. Los testimonios de transportistas dibujan carreteras convertidas en territorios sin ley, donde la policía municipal, estatal y ministerial compite con el crimen organizado por ver quién extorsiona más. En Nuevo León, llegar a la zona metropolitana es prácticamente cruzar un peaje criminal administrado por uniformados. En Michoacán, tramos enteros como Zamora–La Piedad están tomados por retenes que cobran por dejar pasar. En Nayarit, el retén de San Blas se ha vuelto una pesadilla diaria. No son historias aisladas: son la norma.

El problema se agrava porque la propia autoridad federal empuja involuntariamente a los transportistas hacia la informalidad. La SICT, incapaz de emitir licencias y placas suficientes, obliga a miles de conductores a recurrir a coyotes que cobran hasta 20 mil pesos por trámites que deberían ser simples y accesibles. La corrupción se vuelve circular: la burocracia falla, los policías extorsionan y el trabajador paga. Luego el gobierno se pregunta por qué los bloqueos se multiplican.

Mientras tanto, agricultores y campesinos preparan bloqueos en al menos veinte carreteras y dos cruces internacionales. Reclaman que no se reforme la Ley de Aguas Nacionales, que no se toquen sus concesiones y que el Gobierno deje de destruir el campo con políticas improvisadas. El hartazgo es generalizado: el abandono en seguridad se suma al abandono económico, y ambos confluyen en un país donde los sectores productivos —del campo al transporte— ya no piden mejoras: piden sobrevivir.

Frente a este panorama, el Gobierno responde con lo mismo de siempre: mesas de diálogo, promesas que se desvanecen y declaraciones vacías sobre una seguridad que nadie ve. México no necesita discursos. Necesita carreteras donde el trabajo no sea una ruleta rusa. Necesita instituciones que funcionen y cuerpos policiales que protejan en lugar de extorsionar. Necesita que la autoridad deje de fingir que todo está bajo control cuando cada kilómetro recorrido dice lo contrario.

Hoy, la realidad es contundente: las carreteras del país están tomadas, no por ciudadanos, sino por el desorden, la impunidad y la corrupción. Y lo peor es que quienes deberían garantizar el orden parecen conformes con administrarlo desde la comodidad del discurso, mientras transportistas, productores y trabajadores pagan —literalmente— las consecuencias.

Con información de Reforma.

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