Columnistas

Política de principios

Somos los mismos

Juan José Rodríguez Prats | @rodriguezprats

La parodia mexicana no sabe de grandeza verdadera.

Federico Reyes Heroles

La República mexicana engendró un sistema político con reglas escritas muy vulneradas en su observancia y con reglas no escritas, pero que tuvieron mayor eficacia.

Para entender al partido-gobierno que nació en 1928 con el discurso del presidente Calles, hay que referirse primero a la disciplina. Si alguien quería tener acceso al poder, no había otra opción que incorporarse a sus filas. No hacerlo podía ser heroico, pero estéril, si tan sólo hablamos de ambiciones en busca de privilegios.

Ese sistema alcanzó los objetivos para los que fue creado: fijar las reglas para disputar los cargos de elección popular con estabilidad y paulatinamente transitar al proyecto (que no norma jurídica) de nuestra constitución.

El trayecto en el siglo XX fue de claroscuros. Negar los avances ha sido una práctica frecuente. Resaltar sus fallas es más sencillo. Asumir su defensa se antoja una tarea complicada. Lo cierto es que se aceptaba un déficit de legitimidad y, por lo tanto, cada gobierno, con exagerada cautela, hacía reformas políticas.

Sin embargo, no se creó lo que yo denomino “espíritu de la transición”. Esto es, un cuerpo de doctrina arraigada sólidamente en gobernantes y gobernados que impulsara vigorosamente los cambios.

Uno de los primeros en percibirlo fue el analista político Mauricio Merino con una sencilla reflexión: tenemos una transición votada, no pactada. De ahí se nutrió el populismo para demoler el anhelado propósito de constituir un Estado de derecho, condición imprescindible de la democracia.

Ha surgido una tendencia dominante carente de claridad ideológica, aunque lo más grave, lo más peligroso, es la falta de escrúpulos para cumplir sus deberes. Como lo han demostrado, no hay principios que estén dispuestos a respetar en su afán de conservar prebendas.

Hemos sido testigos, durante siete años, de decisiones gubernamentales que tienen una clara intención de dañar las instituciones, ocasionando perjuicios inconmensurables y de largo plazo que nos llevará muchos años corregir.

La lucha es asimétrica. Lo vimos en la reforma al Poder Judicial. Los ministros se cobijaron en la ley. Ingenuamente, dada su profesión, pensaron que funcionaría como escudo. Pasaron a la historia como uno de los ejemplos más notables de falta de malicia. La arbitrariedad, para desgracia de México, los arrolló.

La hazaña es majestuosa. Una de las generaciones que más aportaron al diagnóstico de nuestra realidad es el grupo Hiperion. Uno de sus integrantes, Emilio Uranga, es un personaje enigmático. Se dice que Héctor Aguilar Camín se inspiró en él para escribir su novela La guerra de Galio. Me dejó frío cuando alguien le preguntó qué sería hoy de aquel filósofo. Respondió con crudeza: sería alcohólico. En otras palabras, hubiera optado por la fuga.

No me puedo resignar. A aquel grupo pertenecían Luis Villoro y Jorge Portilla, que continuaron con las ideas de Samuel Ramos. Perdón la digresión. Pretendo rescatar las preocupaciones por darle al pueblo de México una luz al final del túnel. Es preciso insistir en lo elemental: el respeto a la verdad, la congruencia y, sobre todo, la firme convicción de que respetar la ley nos conviene a todos.

¿Qué sucede con nuestro Estado de derecho? A este tema le dedicaré algunos artículos en este espacio. Sostengo una idea señera: requerimos un estoicismo jurídico. Esto puede sonar utópico. A mi juicio, es necesario definir los valores sustanciales que los ordenamientos deben proteger.

El estoicismo es la filosofía, decía Cicerón, más adecuada para orientar al hombre. Sé que voy a incurrir en una tarea audaz y atrevida, sin tener los atributos para realizarla. Sin embargo, tengo la esperanza de contribuir al que es el tema de nuestro tiempo: cerrar la brecha entre el México real y el México legal.

Este artículo se publicó originalmente en Excélsior, se reproduce con la autorización del autor.

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