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Fuera de la Caja

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El final

Macario Schettino | @macariomx

López Obrador tiene una gran opinión de sí mismo. Se imaginaba que sería un Presidente muy exitoso. En su primer año en el puesto, sin embargo, se dio cuenta de que las cosas eran más complicadas de lo que pensaba, y que no le daría tiempo de consolidarse. Por eso afirmó que la pandemia le caía “como anillo al dedo”, porque le daba un tiempo adicional, y podría culpar al virus de los fracasos de sus dos primeros años.

Tal vez por eso le cayó de sorpresa la derrota en la elección intermedia, que destruía sus ilusiones de modificar la Constitución para reelegirse, e incluso las intenciones de Zaldívar de perpetuarse en la presidencia de la Corte. Con sus planes derruidos, no le quedó sino elegir un sucesor, y la amenaza de su corazón lo llevó a adelantar todo el proceso. Iba con Claudia desde el principio, pero alcanzó a engañar a los tres políticos más destacados de su movimiento: Ebrard, Monreal y Adán Augusto. Al hacerlo, sin embargo, destruyó las vías de comunicación que tenía con otras fuerzas políticas y económicas del país. Se quedó solo, aislado, rodeado de incapaces y aduladores.

Supongo que por eso dejó de leer correctamente al entorno, y su fe en sí mismo regresó potenciada. Era claro para él que su pueblo lo adoraba (segundo Presidente más popular del mundo), que tenía control completo del ámbito político, y que si algunas cosas no llegaban a término era por los obstáculos de unos pocos órganos autónomos, o un puñado de jueces adversos. Arreció el enfrentamiento en su contra, acelerando la colonización de aquellos que no podía eliminar, como el INE y la Corte.

Sus encuestas le decían que el arroz ya estaba al punto, y que la elección sería un mero trámite, y así se dispuso a informar a su pueblo, repitiendo en la mañanera la buena nueva. Nunca percibió el enojo que había sembrado en todos los grupos de la población: trabajadores de la salud, maestros, empresarios, amas de casa, empleados públicos, todos tenían agravios que López Obrador no podía ver. Ante la disonancia de las quejas, incompatibles con la percepción que él tenía de su gobierno, no le quedó sino desacreditar a los quejosos. Para sufrir menos, optó por cerrar las puertas de Palacio y ampliar las vallas que lo rodean. ¿Para qué permitir la llegada de reclamos infundados?

No pudo ver la ola que se le venía encima. Aunque la tuvo frente a sí en dos ocasiones, en el mismo Zócalo, se negó a aceptar la existencia de una ciudadanía inconforme con su sabio proceder. Tampoco pudo entender el fracaso en salud, en educación, en seguridad, la creciente corrupción de sus cercanos, familiares incluidos. No fue capaz de aceptar que su apuesta por el control del gobierno en petróleo y electricidad estaba condenada al fracaso, y que al sumarse a los elefantes blancos y al reparto inmoderado de efectivo, pondría al país en situación de emergencia financiera. No vio nada porque no quería verlo. Porque él estaba destinado a la grandeza, según él mismo, y según los aduladores de su entorno.

Soberbio, anunció el plan de gobierno de su sucesora, designó a los candidatos y arreció su enfrentamiento contra todos. Ahora, las fracturas cobran recibo, los agraviados se rebelan y la ola nuevamente estará a su puerta, a dos semanas de la elección más grande e importante de la historia, que ya sabe que va a perder. Por eso regresan al discurso del fraude imaginario, por eso amenazan con violencia, por eso sus lacayos intentan desviar el funcionamiento del INE y el tribunal.

Este domingo, todos a la plaza pública. Dos semanas después, todos a las casillas. Así pasa la gloria mundana.

Este artículo se publicó originalmente en El Financiero, se reproduce con la autorización del autor.

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